Con el ceño fruncido y manos nerviosas aguardaba en la mesa del bar.
Sus ojos curiosos recorrían las mesas restantes, mientras hacia repicar los dedos en el plato del café ya tibio.
Se detuvo por un instante frente al papel, pensando en un comienzo adecuado. Nada lo convencía.
Volvió a arrugar otra hoja, dejándola a un lado, junto a las demás.
No estaba acostumbrado a esta situación, ni a tener que definir tan drásticamente una etapa de su vida. No sabía como despedirse. Aun estando rodeado de recuerdos en el clásico Touring Club , con la melancolía a flor de piel, las palabras no surgían tan espontáneamente como de costumbre. Por el contrario, entorpecía su necesidad de regresar a casa por la valija, llamar el taxi de la parada de la esquina y recorrer velozmente la ciudad sorteando los bulliciosos vehículos, típicos del tráfico de media mañana, rumbo al aeropuerto.
Una mesa contra la ventana, una figura recortándose a contraluz y un perfume denso, a flores y frutas, que llegaba a él como una bocanada de jardín, lo hizo regresar de una sola vez a su mesa en el bar.
Le llamo la atención aquella mujer que, sola en la mesa para dos, revolvía con su dedo índice el cubo de hielo en un vaso de aparente agua tónica.
De vez en cuando ella lo miraba con curiosidad. Tal vez le molestaba el crujir de la hoja vez tras vez. Pensó que era uno de esos escritores fracasados que suelen sentarse a la mesa de un bar, con el cigarrillo en una mano y la pluma en otra, observando... sólo observando.
Sonrió para si. "Quizás escriba sobre mi...", dijo ella entre dientes, y continuó con su mirada en la calle.
Se olvidó por completo de su intrigante escritor.
Sus ojos se perdieron entre la gente... la gente que iba y venía.
Él volvió a concentrarse en la carta. Era consciente que sus amigos le reprocharían la manera de alejarse. Le pesaba, pero no lo suficiente como para desistir de aquella idea.
Y en un instante regresaban los recuerdos con la misma densidad del perfume de aquella difusa mujer junto a la ventana… los paseos por el río, los cafecitos los lunes en la mañana con Rodrigo y Marcos en el Touring, la playa en invierno, el cine los viernes por la noche, el asado con amigos los sábados, los domingos por la tarde en la plaza Centenario… todo lo ligaba al valle. Recordaba aquellas palabras de Jorge Spíndola:
la vida se siente cómoda aquí adentro, se suelta el pelo y anda por las mesas como si fuera un lustra, sueños que acaricia los pasos de la gente. Y uno la ve tan bonita que agarra una servilleta de papel y no tiene más remedio que escribir... la vida va juntando las palabras de la gente en servilletas de papel...si uno juntara estos papelitos podría reconstruir el alma de la ciudad....
Poco a poco fue haciéndose a la idea de que esas imágenes, tan vívidas hoy en aquella mesa, se convertirían en fotos viejas de un álbum empolvado en su caja de mudanza.
Cuando la mujer de la ventana se levantó, y le dirigió una mirada excrutadora… alzó su muñeca y se fijó en el reloj. Era hora de irse.
Lentamente se levantó, saludó a Julián, el mozo, y empujó la pesada y vieja puerta del bar. El aire frío de la calle le pegó en la cara como una cachetada. Recorrió en silencio algunas cuadras de la Avda. Fontana y encaró por San Martín hasta la plaza. Tomó un taxi y rumbeó para su casa… viendo el ir y venir de la gente, alma de su ciudad.