Emprender un viaje que implica transitar la Ruta 25 despierta en mí una ansiedad única.
Saber que atravieso una provincia a lo ancho, desde la costa hasta la cordillera, es algo que he aprendido a disfrutar con el correr de los años.
Generalmente, partimos cuando la noche irremediablemente deja caer su extenso telón negro sobre nosotros; cuando sólo las estrellas titilan como débiles foquitos que se apagarán de un momento a otro.
Un hecho es destacable en este tipo de viajes: siempre hay luna llena. Esa gran luna blanca que ilumina los rincones más oscuros. Allí donde el relieve parece esconderse, ella pone al descubierto suelo, vegetación, siluetas.
Noches mágicas.
Rápidamente ascendemos hacia la meseta.
Un silbido que parece escurrirse por la ventanilla pone en evidencia a nuestro fiel compañero: el viento del oeste.
Cierro los ojos y me imagino allí, de pie bajo la luz de aquella inmensa luna llena, sintiendo el viento en mi cara… llenándome de ese instante, de esa porción de vida, de ese trozo de ruta a la intemperie.
Abro los ojos y, en realidad, me encuentro en mi butaca de Mar y Valle, con mi cabeza junto al asiento contiguo. Despierto. Reacciono. Vuelvo hacia el exterior. Intento averiguar en qué lugar estamos -aún faltan kilómetros para el espectáculo nocturno, que considero, más importante en mi travesía patagónica-.
El micro está lleno. Paramos unos minutos en Las Plumas y subieron algunas personas: dos hombres con bombacha Ombú, pañuelo al cuello y sombrero: “Gente de campo”, me susurré, una anciana y dos niños. Se ubicaron rápidamente en sus asientos y seguimos rumbo a Paso de Indios. Allí seguramente nos aguardaba otra parada.
Enciendo la luz sobre mi cabeza; aunque tenue tal vez me sirva para leer un rato.
Busco en mi bolso; tanteo los libros, unos pañuelos, la cámara de fotos… allí está.
“El riflero de Ffos Halen” es un libro con el que me topé casi por casualidad. Me atrapó desde el primer instante.
Pasan las horas. Ya casi llegamos.
Desistí de la lectura. Me quedé entre los romances de antaño y la llegada del Mimosa al Golfo Nuevo. Mientras observo la cercanía del espectáculo que ansío ver, mi mente se queda en los rostros estupefactos de aquellos primeros galeses ante el paisaje desolador que les ofrecía la vista de la costa chubutense, según lo narra mi coterráneo Ferrari.
De repente, mi mente se despeja por completo ante ésa presencia inevitable a nuestro paso.
Los Altares son majestuosas formaciones rocosas en medio de una meseta casi desértica.
No se ven guanacos cerca, o los charitos corriendo despavoridos. Es tarde, y sólo la luna es necesaria en este instante. La luna y mis ojos.
Las paredes de basalto se alzan imponentes a mi izquierda. No puedo más que admirar en silencio.
Las curvas y contracurvas de la ruta 25 juegan con mi asombro metro a metro; sueño con recorrer lentamente la rugosidad que ofrecen sus cañadones, con helechos perdidos; dejar que mis manos se llenen de sus años y experiencias; sentirme diminuta e indefensa por un momento. Respirar y sonreír sabiendo que la misma fragilidad que existe en mi interior, está presente aún en medio de aquella inmensidad.
A los lejos un sonido parece llamarme. Confundida, miro alrededor sin poder descubrir desde dónde proviene… me inquieta; se mezcla con el silbido del viento.
Unos minutos más y…
Despierto. Es un nuevo día.
Me quedo en la cama y pienso que no importa qué tan lejos esté, siempre puedo emprender mi viaje por la Ruta 25.